Qué es la homologación tácita. Qué consecuencias tiene en el ámbito del trabajo. Una salida de emergencia con complicaciones para todos los sectores.

En el complejo entramado de relaciones laborales en la Argentina, la homologación de los acuerdos paritarios es una instancia clave para dotar de validez y eficacia a lo que negocian sindicatos y empleadores. Sin embargo, en los últimos tiempos, una figura poco mencionada ha ganado protagonismo: la homologación tácita. ¿Qué implica? ¿Por qué el Gobierno la deja avanzar? Y, sobre todo: ¿qué significa esto para los trabajadores, los empleadores y la economía?

 

La homologación tácita no está expresamente regulada como una figura jurídica autónoma, pero opera de hecho. Se produce cuando, vencido el plazo legal (habitualmente de 30 días), la Secretaria de Trabajo no se expide ni a favor ni en contra del acuerdo colectivo presentado. En otras palabras, el silencio administrativo habilita a las partes a considerar el acuerdo como válido y operativo, aunque no haya una resolución formal.

 

Esto, que podría parecer una solución técnica o una formalidad, tiene profundas consecuencias políticas, económicas y jurídicas. En el contexto actual, el Gobierno nacional ha optado, en muchos casos, por no homologar expresamente los acuerdos paritarios. ¿La razón? Evitar que el impacto de esos aumentos salariales aparezca en los indicadores oficiales y, por lo tanto, contener las expectativas inflacionarias. En términos simples: si no se reconoce un aumento, no se computa como presión sobre los precios.

 

Pero esta estrategia plantea una triple paradoja. Por un lado, los trabajadores pueden terminar percibiendo aumentos que no tienen respaldo jurídico pleno, quedando expuestos a conflictos legales o a que las empresas se nieguen a pagarlos por “falta de homologación”. Por otro lado, el Gobierno se beneficia de una especie de «zona gris»: los acuerdos existen, se aplican, pero no figuran formalmente, lo que le permite jugar con los datos macroeconómicos sin asumir el costo político de frenarlos abiertamente.

 

Y en el medio, queda un actor clave que muchas veces se pasa por alto: el sector empleador. Para muchas empresas —sobre todo las pymes— este mecanismo genera un profundo desconcierto e incertidumbre jurídica. ¿Deben pagar los aumentos? ¿Qué pasa si luego se impugna el acuerdo? ¿Qué implicancias tiene en términos de cargas sociales y pasivos laborales? La falta de una homologación expresa deja a los empleadores expuestos a demandas futuras, inspecciones contradictorias y una ambigüedad normativa que va en contra de cualquier previsibilidad económica.

 

La homologación tácita, en este marco, se vuelve una válvula de escape. Es el modo por el cual se sostiene, sin avalar; se permite, sin apoyar. Pero esta ambigüedad institucional tiene límites. No es sostenible, ni legal ni políticamente, que el Estado abdique de su rol de árbitro y deje las negociaciones libradas al vaivén del tiempo y del silencio. Menos aún, cuando se trata del salario, ese contrato social mínimo en una economía devastada por la inflación y la recesión.

 

La no homologación o el silencio atenta contra la seguridad jurídica y contra la certidumbre de la economía, siendo un contrasentido a las políticas públicas aplicadas.

 

En definitiva, la no homologación expresa como estrategia antiinflacionaria puede servir para disimular los números, pero no para resolver los problemas estructurales. Y la homologación tácita, por más que funcione como una salida de emergencia, no reemplaza al Estado como garante del derecho laboral ni como generador de certidumbre jurídica para el sector productivo. Callar también es decidir. Pero no siempre es gobernar.

 

(*) Director de Mundo Gremial