La reforma laboral posible y necesaria es aquella que garantice la libertad sindical, que promueva la democracia interna, la transparencia y el federalismo.

Amplios sectores conservadores tienen, desde los tiempos de la Liga Patriótica (principios del siglo XX), una especial rechazo a las organizaciones sindicales.

 

En algunos casos, este rechazo tiene que ver con su voluntad de potenciar el poder de dirección del empresario, ciertamente limitado por la acción de los sindicatos. En otros, la inquina enlaza con la filiación mayoritariamente peronista de los trabajadores y de sus direcciones sindicales.

 

Sectores de la derecha argentina descalifican a los sindicatos atribuyéndoles una condición burocrática alejada de los trabajadores; curiosamente, este mismo argumento fue utilizado por las organizaciones terroristas de los años de 1960 y 1970 que proclamaban la necesidad de "acabar con la burocracia sindical".

 

A su vez, las protestas y huelgas seguidas de la ocupación de espacios públicos o de bloqueos a centros de trabajo han sumado a vastos sectores de la clase media argentina a esta suerte de ola antisindical. El argumento más usual en los tiempos que corren atribuye a los sindicatos naturaleza corporativa, impuesta por el Estado siguiendo el ejemplo del fascismo italiano anterior a la segunda guerra mundial.

 

En realidad, estos argumentos "interesados", sobrecargados de ideología, desconocen los vínculos (estrechos y contradictorios) entre los trabajadores y sus organizaciones. Los sindicatos argentinos, al menos para los trabajadores, son una herramienta defensiva frente a la inflación y otros abusos, un ámbito de solidaridad, una fuente de servicios asistenciales.

 

Tomemos el ejemplo de la Organización Sindical española -donde convivían trabajadores y empresarios- creada y sostenida por Franco. El "sindicato vertical" era -a comienzos de los años 70- una compacta y oronda burocracia de cartón piedra.

 

Más de 15.000 personas trabajaban en las oficinas sindicales desparramadas por todo el país, en edificios muy acomodados, entre los que sobresalía la sede central ubicada en el Paseo de la Castellana, en donde despachaba el ministro para asuntos sindicales. La Organización contaba, como no, con un ejército de abogados laboral-falangistas.

 

Se trataba de un inmenso aparato, controlado por el Estado autoritario, que formaba parte de un singular sistema de relaciones laborales donde no existía la libertad sindical y los trabajadores carecían de derechos colectivos.

 

Por supuesto, la Organización Sindical española estaba estrechamente vinculada a los sectores más recalcitrantes del régimen político franquista. Sin embargo, cuando Adolfo Suárez al inicio del proceso de transición hacia una democracia de corte liberal y europeo, presionado por las fuerzas democráticas, tomó la decisión de disolverlo, el aparentemente poderoso sindicato único, mixto, de afiliación obligatoria y vertical, cayó sin estridencias, sin pena ni gloria. Su voluminosa tropa fue absorbida por el Estado (Administración Institucional de Servicios Socio profesionales- AISS) y su patrimonio paulatinamente restituido a las nuevas organizaciones de trabajadores y de empleadores.

 

Simultáneamente Suárez aceptó las demandas de las organizaciones sindicales libres que hasta ese entonces se movían en la clandestinidad, dictó una nueva Ley sindical y abrió un registro para que se inscribieran los sindicatos que así lo desearan.

 

Momentos antisindicales y momentos por la libertad sindical. Desde 1955 hasta aquí se han sucedido intentos orientados a disolver o quebrar a los sindicatos argentinos: Asesinatos estatales (Oscar Smith) o privados (José Ignacio Rucci o Augusto Vandor). Intervenciones masivas. Cárceles. Proscripciones. Saqueos. Prohibición de confederarse. Cuando la dictadura de Videla obligó - en 1977 - a los trabajadores a ratificar su pertenencia a los sindicatos, la respuesta -venciendo el clima de terror- fue la masiva reafiliación.

 

En estos casi 70 años se han producido, además, avances institucionales hacia la libertad sindical. La mayoría de ellos no fueron protagonizados por el peronismo.

 

Me refiero a la ratificación de los convenios 87 y 98 de la OIT, concretada por Aramburu y Frondizi, respectivamente. A la incorporación del artículo 14 bis (por una asamblea constituyente liberal y antiperonista). A la aprobación del Pacto de San José de Costa Rica y de los Pactos de Nueva York (impulsadas por Alfonsín). A la reforma constitucional de 1994. A los fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación eliminando restricciones a la Libertad Sindical (caso ATE, 2008, entre otros).

 

Es fácil imaginar qué pasaría en la Argentina del siglo XXI, en el plano de las protestas obreras y en el de las repercusiones internacionales, si un gobierno (leyendo equivocadamente el precedente español) decidiera disolver la CGT o a sus sindicatos confederados.

 

Los sindicatos, más allá de su color político o de sus modos de ejercer la acción reivindicativa, no son un estorbo a acallar o suprimir. Como es sabido, en todas las democracias avanzadas los sindicatos son actores imprescindibles para lograr condiciones dignas de labor y construir la paz social.

 

Expulsar a los trabajadores y a las trabajadoras argentinas del campo de los comprometidos en favor de las libertades es, a mi entender, un error, una torpeza y una injusticia. Desde finales del siglo XVIII los sindicatos argentinos (entonces de inspiración anarquista) lucharon tendencialmente por la libertad y contra las condiciones de trabajo abusivas.

 

En mi opinión, a estas alturas, la reforma laboral posible y necesaria es aquella que generalice la libertad sindical (eliminando los resabios intervencionistas que subsisten en la vigente Ley de Asociaciones Sindicales). Que rompa el cepo que tiene paralizada buena parte de la negociación colectiva. Que promueva la democracia interna, la transparencia y el federalismo. Todo, sin mengua de la autonomía colectiva e individual de los trabajadores.