Hace unos años visité a una comunidad con la que venía trabajando en cría de cerdos. Eso de enseñarles a pescar y no darles el pescado, ¿recuerdan?

 

Bueno, Jorge nunca había trabajado conmigo directamente, sí su primo Cesar, pero no con los chanchos sino con la agricultura. Habíamos tenido bastante éxito ya que de 400m2 que sembraba antes de la intervención, pasaron a 20.000m2. Eso les permitió acceder a diferentes mercados mejorando sus ingresos.

 

Pero no era esto lo que quería contar.

 

La cosa es que voy a ver a Cesar y Eulogio, su tío, y me lo encuentro a Jorge. “Hola Ingeniero”, me saludó. No soy ingeniero y ellos lo saben, pero ya dejé de renegar con el cambio de título que me adjudican. “¿Qué decís Jorge, qué hacés aquí?” uno termina conociendo a medio pueblo en estas comunidades a pesar de que son más bien retraídos. “Vine a dar de comer a los chanchos”, respondió con ojitos pícaros.

 

Ya les dije que no trabajaba el tema “cerdos” con ellos, así que me sorprendió. “¿Compraste?, que bueno, ¿podemos verlos?” “Si venga por aquí, los tengo sueltos en el monte, pero ya vienen” me contestó mientras llegábamos al chiquero precario a la sombra de unos algarrobos, con un charco profundo de dudoso color tornasolado frente a la entrada del lado de adentro. Sorpresa la mía cuando al llegar no veo más que dos chanchas hechadas, claramente preñadas. La piel se les sacude con los mosquitos que las joden. Las orejas enormes y blancas, tratan inútilmente de atrapar algún insecto volador. A nosotros ni bola nos dieron, siguieron acostadas, medio enterradas. Calor.

 

Me apoyo sobre el cerco de madera de pallets y postes de por allí y le digo: “Lindas hembras Jorge, ta’ bueno para empezar, ¿Y el verraco?” pregunté. “Ya viene enseguida Ingeniero” y partió hasta un tacho de plástico de como 200 litros, lo destapó, metió la mano y de adentro sacó una fuentecita llena de maíz que trasladó a un balde que tenía en la otra mano. Volvió a meter la fuentecita en el tacho, pero antes, como a la pasada, le pegó al tacho por afuera, dejando un sonido hueco y seco. TOC, TOC.

 

Del monte partió un chillido agudo y me doy vuelta. En medio de la quietud chaqueña las ramas más alejadas comenzaron a moverse y un arrastrar de ramas comenzó a moverse a la izquierda y a la derecha. Tras el cerco del chiquero aparecieron cerdos de todos los tamaños. El charco fue cruzado como Moisés el Mar Rojo, los grandes por el medio y los chiquitos como podían. Grises, marrones, manchados con ese pelambre hirsuto duro, a prueba de bichos, se llegaron hasta la tranquera. Jorge revoleó maíz con la misma fuentecita por encima de sus cabezas y dieron vuelta todos juntos, como un tren, cruzaron el agua en el otro sentido y se zambulleron sobre los granos.

 

A nuestra izquierda, las antes apáticas madres estaban las dos paradas sobre el cerco pidiendo su ración. El ruido de carreras mutó en ese típico resoplido sobre la tierra mientras tragan su alimento.

 

Jorge me miraba sonriente, me había sorprendido gratamente con sus cerdos. Tenía más que en nuestro proyecto y quería seguir creciendo. “Te felicito Jorge” atiné a decirle de corazón.

 

Tuve algunas reflexiones. Me dio la impresión de que los primeros en llegar fueron los cerdos grandes y gordos, los “cuchis” se acercaron luego, como pudieron, a la comida que hábil, Jorge iba distribuyendo a su alcance. El verraco maneja la distribución a su criterio, pero el verdadero control lo tenía Jorge, en su fuentecita.

 

Se me hizo que tenía mucho que ver con la política en Salta, o tal vez no. No sé, ustedes que opinan.

 

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